En Colombia, el murmullo de las cunas vacías se hizo cada vez más fuerte. No se trató solo de una caída en la natalidad por elección personal, sino de una respuesta directa a la inestabilidad económica y social que enfrentaron millones de mujeres, en especial aquellas que lideraron solas un hogar.
Según un reciente análisis de la Fundación WWB Colombia, basado en el Informe de Calidad de Vida del DANE, los hogares encabezados por mujeres representaron el 46,5 % del total, un aumento de más de 10 puntos porcentuales en menos de una década. Aunque algunos lo interpretaron como empoderamiento, lo cierto fue que la feminización de la pobreza siguió intacta: el 38 % de estas mujeres vivió en pobreza monetaria y sus ingresos mensuales promediaron $1.2 millones, frente a los $1.4 millones de los hogares liderados por hombres.
La desigualdad también se tradujo en agotamiento y ansiedad. Más de 2,4 millones de hogares con jefatura femenina soltera enfrentaron inseguridad alimentaria en 2024. ¿Cómo hablar de calidad de vida cuando el plato estuvo vacío y la variedad de alimentos fue limitada?
El problema fue estructural: las mujeres dedicaron, en promedio, 4 horas y 38 minutos más que los hombres al trabajo de cuidado no remunerado, lo que redujo su autonomía económica y limitó sus oportunidades de desarrollo.
En este contexto, renunciar o postergar la maternidad no fue un capricho, sino una decisión legítima. En 2024 se registraron solo 445.011 nacimientos, la cifra más baja en más de dos décadas. Tres de cada cuatro mujeres no desearon tener hijos.
Esta negativa estuvo directamente relacionada con la falta de empleo digno, la sobrecarga de cuidados y la ausencia de corresponsabilidad.
La estructura poblacional cambió: menos niños y más personas mayores, lo que planteó desafíos enormes para la protección social y la economía.
Y si se sumaron otras condiciones, las desigualdades se agudizaron. Por ejemplo, el 65 % de las jefas de hogar indígenas y el 59 % de las afrodescendientes afirmaron que sus ingresos no alcanzaron para cubrir necesidades básicas.
Reducir este debate a una “elección individual” invisibilizó el peso de las brechas. La cuna vacía fue un reflejo de una sociedad que aún no garantizó condiciones dignas para decidir con libertad. Urgió una política pública que redistribuyera el trabajo de cuidado, ampliara el acceso al empleo decente y garantizara un sistema sólido de bienestar integral.
En esta reflexión, se debió incluir una pieza clave para reequilibrar la balanza: los hombres. Si bien la maternidad y el cuidado nos atañen a todos, fue innegable que la carga recayó de forma desproporcionada en las mujeres.
Más que «ayudar» en casa o con los hijos, se trató de asumir una responsabilidad compartida y equitativa. Significó dejar atrás los estereotipos que los encasillaron en roles de proveedores económicos, reconociendo su capacidad de cuidadores y partícipes plenos en la crianza.
Se necesitó una transformación cultural profunda. Fue hora de que el trabajo de cuidado fuera valorado y distribuido, liberando tiempo y energía para que las mujeres pudieran desarrollarse en todos los ámbitos. Solo cuando la carga se compartiera de verdad, la cuna volverá a llenarse, no por obligación, sino por la alegría de una decisión verdaderamente libre y acompañada.
Presidente de la Fundación WWB Colombia
De Colprensa