A lo largo de los 114 minutos que duró Adiós al amigo, la película de Iván D. Gaona que se estrenó en las salas de cine este jueves, el espectador pudo conectar con la fotografía en la que los imponentes paisajes del Cañón del Chicamocha fueron protagonistas, así como la delicada filigrana sonora que creó Edson Velandia tras una profunda investigación, mientras acompañaban la historia de los personajes en tiempos del fin de la Guerra de los Mil Días a inicios del Siglo XX.

Adiós al amigo fue la nueva película de uno de los más interesantes cineastas colombianos de los últimos años, que ya había recorrido varios festivales del mundo, en ciudades como Varsovia y Tokio, y luego el turno fue para las distintas ciudades colombianas.

Ambientada en 1902, en los últimos días de la Guerra de los Mil Días, narró la historia de Alfredo Duarte Amado, un soldado revolucionario que, tras recibir un telegrama con la noticia del embarazo de la esposa de su hermano, decidió emprender un viaje para encontrarlo.

En ese viaje, lo acompañó un fotógrafo aficionado que también buscaba al asesino de su padre, con quien cruzó un país marcado por la violencia y el abandono, donde campesinos, fantasmas y silencios revelaban una historia nacional aún por sanar.

Iván D. Gaona habló con Colprensa sobre esta nueva historia sobre la violencia colombiana que había sido constante en los últimos siglos.

WESTERN MADE IN COLOMBIA

-¿Cómo fue para usted encontrar el tono y la forma ideal para narrar una historia como Adiós al amigo?

Yo creí que era una inquietud constante sobre qué era lo que estábamos haciendo de la cinematografía, porque finalmente la forma en la escuela como uno aprendía era con ese preciosismo gringo y francés sobre todo, y a medida que uno iba comandando el camino profesional se hacían muchas preguntas, sobre todo ahora que estaban todas estas series de Netflix y las plataformas que obligaban incluso un camino de trabajo muy riguroso técnicamente.

Ahora, quién estaba detrás desaparecía, por lo que buena parte de lo que se veía en las plataformas no se sabía quién lo hacía, todo se parecía mucho y borraba de alguna manera las inquietudes propias por los afanes comerciales, que igualmente eran entendibles. En todo nuestro proceso, y viendo ese panorama, pensamos de qué manera contar nuestra historia.

Una cosa interesante fue que el fotógrafo de la película, que era un amigo que estudió conmigo en la Universidad Nacional, se había ido a Los Ángeles a estudiar fotografía, volvió y trabajamos juntos. Llegó con todo un aparataje mental impresionante. Si vieran las primeras imágenes y fotos de las primeras escenas que rodamos, los personajes tenían un gran brillo, estaba todo muy lindo, muy perfecto para personas que vivían bajo el sol tan bravo del Cañón de Chicamocha, todo expuesto, por lo que empezamos a hablar, sin que sintiera que desmeritábamos su trabajo, sobre cómo hacer para que no fuera tan perfecto.

Se entabló un diálogo para desmontar cosas y potenciar otras, en todos los frentes de trabajo, en torno a qué proponíamos, lo que generaba muchas discusiones y muchas inseguridades, porque uno sentía que la estaba cagando, ya que la referencia que nos metieron en la cabeza desde la escuela era preciosista, pero nosotros íbamos por otro camino.

La puesta también frente a eso fue la actuación y la verosimilitud del tono. Fue una sumatoria que se sentía insegura, pero al mismo tiempo era lo que enriquecía.

De Colprensa

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